La conservación de la biodiversidad cultivada
Hace unos 12.000 años, nuestros antepasados iniciaron una nueva relación con algunas de las plantas silvestres de las que se alimentaban. Empezaron a modificar el entorno donde estas vivían para favorecer su crecimiento. Procuraron que se desarrollaran sin la competencia de otras plantas ni el consumo de otros animales herbívoros, y que dispusieran de más agua y nutrientes. A cambio, nuestros ancestros obtuvieron una fuente de alimentos más abundante y segura. Mientras que consumían una parte de la cosecha, utilizaban otra para fundar una nueva generación de plantas. El resultado fue una alianza de éxito asombroso, una suerte de simbiosis que permitió tanto a los humanos como a las plantas asociadas con ellos medrar de modo exponencial sobre la Tierra.
A lo largo de esta fructífera relación, ambos «simbiontes» coevolucionaron. Los humanos nos convertimos en una pieza indispensable en el ciclo biológico de las plantas domesticadas y moldeamos su evolución. Las plantas cultivadas se fueron diferenciando progresivamente de las silvestres, a menudo a través de pequeños cambios genéticos que tuvieron una gran trascendencia en el fenotipo. A su vez, nuestra especie también evolucionó, en especial en la vertiente cultural y, en menor medida, en la componente genética. Fuimos cambiando la forma de vivir, nuestras preferencias sensoriales y culinarias y, en consecuencia, las cualidades que exigíamos a las plantas cultivadas. Desarrollamos nuevos conocimientos y tecnologías que nos permitieron intervenir con más eficiencia sobre el entorno, lo que benefició aún más a nuestras asociadas.